La isla
- Rafael Govela
- 14 ene 2019
- 4 Min. de lectura
Una visualización guiada en una sesión de reiki (técnica “De Hypno“) con Ulf Weigel.

Otro vuelo de la imaginación: momentos que me llenan de alegría y me dan fuerza para seguir con mi mejor ánimo.
Los ojos cerrados, relajado, sólo escuchas la voz del terapeuta y te dejas guiar sin expectativas. El ánimo y la mente abiertos, acostado sobre la mesa de terapia para una sesión de reiki.
Desembarqué en mi isla privada, solo es mía, nadie vive ahí. Solo yo la conozco. Es una isla pequeña y hermosa de clima tropical. No es un islote, tiene una superficie como de cincuenta hectáreas y está rodeada por un océano de color azul profundo. Solo yo se llegar.
El muelle está ubicado en una pequeña caleta muy protegida. En este extremo la isla es baja, después de la caleta hay una larga playa de arenas finas y blancas, bordeada por un gran palmar. El otro extremo se levanta y termina en acantilados que la protegen del fuerte oleaje.
Unas penínsulas rocosas y terraceadas avanzan sobre el mar. Son miradores siempre barridos por la permanente brisa. A un costado hay un islote, una gran roca unida por un arco de piedra, rematado, como las penínsulas, en una terraza natural.
Desde ahí, el espectáculo del océano, fundido con el cielo infinito, es fantástico. Parece la proa de un barco que, al estrellarse contra las olas, levanta fuertes chorros de blanca espuma.
En el otro lado, se yerguen rocas muy escarpadas de las que brota un manantial de agua dulce, que en cascada cae formando pequeñas pozas cristalinas. La vegetación es abundante y muy diversa: palmeras cocoteras y otras variedades.
Abundan los helechos con hojas de gran tamaño, frondosos árboles llenos de flores y muchas plantas más. Encuentro cocos, papayas, guanábanas, mangos, piñas… y yo he sembrado naranjas y limones.
Las aves anidan en las rocas: diversas clases de gaviotas, pelícanos y albatros y en la vegetación anidan papagayos, guacamayas y parvadas de pericos alegran los días. No hay insectos ni reptiles. La isla solo es visitada dos veces al año por miles de mariposas, un remanso en su ruta de migración.
Cerca de la caleta del muelle y junto a una poza, he construido una cabaña.
Es muy grato dar amplias caminatas por los senderos sombreados y frescos, ver el amanecer en las penínsulas y el atardecer desde el pórtico de mi cabaña.
Junto al arco del islote, hay una pequeña caleta a la que se desciende por una escalera natural de roca. Esa tarde bajé, colgué mi ropa en unas ramas y desnudo me metí en el agua. Flotaba en cálida temperatura disfrutando del suave oleaje. Me llamó la atención lo excepcionalmente cristalino del agua.
De repente, unos peces se me acercaron dando vueltas a mi alrededor, me tocaban empujándome y se retiraban temerosos saltando sobre mi cabeza, me di cuenta de que querían jugar y yo empecé a interactuar con ellos. Trataba inútilmente de agarrarlos. Estiraba mis brazos y ellos saltaban dándome de suaves coletazos y así iniciamos un juego muy divertido.
Yo estaba fascinado, muy entretenido y no me di cuenta de que una corriente me había alejado de la costa. Estaba ya muy retirado flotando en ese mar azul profundo cuando empecé a hundirme bajando más y más en la profundidad. No tenía temor ni asfixia, reinaba una gran paz. Me rodeaban las aguas azules y los rayos solares brillaban iridiscentes en la superficie.
Continuaba en mi descenso cuando regresaron los peces, ahora era un cardumen, me rodeó, me envolvió. Todo se obscureció. Estaba como adentro de un saco y se escuchaba un rítmico latido, como un tambor -bum bum, bum bum- y unas vibraciones como una voz que no comprendía. Me sentí seguro, protegido flotando en esa viscosidad.
Empecé a empequeñecer. Poco a poco los latidos y las vibraciones se fueron alejando y quedé en un profundo silencio, cada vez más pequeño adentro de aquel saco. Reducido como un camarón.
De pronto el saco se convirtió en un huevo que empezó a ascender a la superficie. Yo dentro del huevo era cada vez más pequeño como una semilla. Al salir a la superficie el huevo se tornó luminoso, refulgente y se empezó a elevar cambiando de color. Primero azul índigo, luego palideció y se convirtió en verde, después en amarillo y, al ir ascendiendo, se transformó en dorado. Los rayos del ocaso le dieron reflejos naranjas y rojos, como incendiado.
Siguió subiendo más y más hasta la estratósfera, rozando el espacio. Podía ver la redondez de la tierra, ese globo azul lleno de enigmas y belleza, ese planeta azul y diminuto en la galaxia, en el que ha transcurrido toda la existencia de la humanidad.
Traspasó la estratósfera y se convirtió en una esfera brillante de rayos refulgentes. Yo no era yo. Yo era esa esfera, solo una esencia y una consciencia de esa esencia. Súbitamente aceleró introduciéndose en el espacio infinito a una velocidad impensable. Una mota de polvo cósmico del Universo.
Soy polvo de estrellas. Soy uno con el Universo. Soy un ser eterno.
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