Prepararnos para bien morir
- Rafael Govela
- 14 ene 2019
- 4 Min. de lectura

Hoy, frente a mi muerte, doy gracias a la vida, a lo que ha sido mi vida: mis padres y mis hermanos, mi niñez y mi juventud, mi esposa y mis hijos, los amigos y la profesión, el servicio destinado a los demás.
He tenido una buena vida, nunca me ha faltado lo necesario y, salvo estos últimos años, ha sido bella. Amé con alegría, di, fui generoso, nunca me quedé con el trabajo de otros, nunca le quité a nadie. Lo mío, lo poco o mucho que dejo, lo gané con mi trabajo, con mi esfuerzo.
Siempre viví rodeado de amor, muchas personas me han amado desde mi infancia, en la que fui muy feliz. En mi juventud y desarrollo, tuve la oportunidad de una buena educación y preparación profesional. Hice tres maestrías y siempre me gustó estudiar. En lo profesional, he servido a muchos y lo he hecho con generosidad, sin regatearles a los clientes mis conocimientos, experiencias y capacidades.
El matrimonio y los hijos, verlos crecer, acompañarlos en su crecimiento, darles las armas para enfrentar sus vidas fueron grandes privilegios. Nunca me he peleado con los hijos. Los nietos me han alegrado y recordado la enorme belleza que es ser niño.
Siempre he gozado de libertad, mis padres me la dieron y yo he dado a los míos
Hoy, mis posibilidades de vida se han estrechado. Las quimioterapias recibidas a lo largo de estos casi tres años no fueron eficientes. Sobre todo las últimas, de junio a noviembre de 2018, fueron especialmente rudas, me dejaron muy debilitado y yo ya no soy el mismo que cuando empecé. Ya no tengo la fortaleza que tenía en el inicio, la actividad tumoral creció por encima de los tratamientos.
He sobrepasado todos los protocolos, se acabaron los manuales. Ya, desde hace más de un año, avanzamos por caminos inexplorados, con base en prueba y error. Ya no hay más quimios para mí. Eso, en parte, es un gran alivio: no volver a pasar por esos terrenos espinosos y llenos de fantasmas. Ya no y por ello doy gracias.
Sin embargo, los malestares se agravan, la cuesta es ahora más empinada y, como señalaba, yo no tengo la misma fortaleza, estoy muy debilitado. Estoy cansado. Ahora mi calidad de vida se empobrece.
He decidido aprender las lecciones hasta el final, sin quejas ni lamentaciones, sin reclamos ni victimización. Aceptar la realidad, mi realidad, así como es, como está, y allí trabajar en mí mismo. Si las lecciones continúan, mi disposición es aprender hasta el final. No me rindo.
Sé que las casualidades no existen y creo en los planes de Dios, con quien tengo largos monólogos y le hago muchas preguntas y le pido muchas cosas.
Ahora, una última esperanza se abre para mí: un nuevo tratamiento de inmunoterapia y, como todo lo anterior, con un panorama enigmático. Por lo reciente del tratamiento, no hay estudios, no hay estadísticas. No sabemos nada y ello me lleva a vivir, día tras día, sobrevolando la incertidumbre, y, a pesar de los malestares, dar gracias por este día, sin preguntar al mañana
Moriré sin duda y muy probablemente en breve tiempo, en el momento correcto en que el Señor lo determine. Lo sé. Los médicos señalan que, si la inmunoterapia no tiene resultados favorables, me quedan tres meses de vida y ya pasó uno. Es duro enfrentar este diagnóstico. “Ya tienes que tener tus cosas arregladas”, me dicen.
Hay una gran ventaja en haber tenido la oportunidad de vislumbrar mi muerte con esta anticipación, porque me ha dado la oportunidad de repasar y sanear mi vida como se los he comentado a lo largo de estas narraciones. (Ver La visión de la muerte, una ventana a la vida.)
Reencuentro el perdón: a mí mismo, a todo mi pasado, a mis peores actuaciones y a todos.
Limpio en el viento todo pensamiento, recuerdo y emoción negativos y, desde allí, despido todo resentimiento, odio, rencor, inseguridad y temor.
Llego a la aceptación plena y serena de mis verdades, sin quejas ni lamentaciones.
Me libero de todo dolor y amargura
Hoy estoy en paz, no tengo miedo. Hoy he hecho las paces conmigo mismo.
Purifico y armonizo la sanación de los vínculos ancestrales.
Si en otras ocasiones no supe entender las lecciones que los acontecimientos adversos traían, esta vez sí lo he sabido hacer y he tenido ese gran ascenso espiritual que les he contado y que me permite asegurar: ¡Estoy listo!
Llego a esa conciencia, tras ver la muerte de cerca, y ello me permite reconocer, amar y agradecer la vida, despertar la confianza de mi espíritu, para conocer mi esencia divina.
¿Qué dejé en el tintero? Amar más, reír más, ayudar a más personas. Viajar y conocer el mundo, asistir a más conciertos y eventos culturales, pero, sobre todo, el artista que llevo dentro y que, por proyectar mi crecimiento en lo profesional, no desarrollé: pintar y escribir, leer más.
La muerte es un acto sagrado. Estoy listo para el momento, con la certeza que me da haberme dado cuenta de que en mi interior vive Dios, sólo espero que la agonía no sea lenta y prolongada.
Llego lentamente, con gratitud y alegría, a encontrarme cara a cara con la verdad de lo inmutable, con la verdad de la naturaleza inmortal e infinita del espíritu.
La muerte me llevará a un encuentro con el origen, el amor total. Me integrará a la esencia universal de donde vengo y donde el gozo pleno y la dicha me esperan. Me liberará del cuerpo, extenderé mis alas y volaré libre hacia el Eterno.
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